La aplicación en nuestro país del nuevo Código Procesal Penal ha generado varias reflexiones académicas sobre los excesos de la justicia penal, sobre todo en el uso y abuso de la prisión preventiva.
El “derecho Penal del enemigo” es un término acuñado en los ochenta por el profesor alemán Jakobs Günther. Se trata de un modelo que considera a los investigados e infractores de la ley penal como enemigos del sistema, que no tienen acceso a las garantías procesales en tanto han decidido exonerarse de su acatamiento. Entiende que los bienes jurídicos que son protegidos por el Derecho son más relevantes que la esfera privada, por tanto, se debe priorizar la subsistencia del Estado y la seguridad de las personas.
Estas concepciones del proceso penal, ciertamente autoritarias e infractoras de las normas mínimas del Derecho de los derechos humanos, fueron enquistándose en varias legislaciones y saltaron rápidamente a América Latina. La palabra clave en este esquema es la deformación del concepto de “organización criminal”. En el Perú, nuestras dos últimas constituciones lo relacionaron con el narcotráfico y la subversión armada, cuya máxima expresión se traduce en el delito de “traición a la Patria” en los casos de guerra y de terrorismo.
En los últimos años este modelo ha sido tergiversado. Desde que en el 2013 se expidió la Ley 30077, ley de crimen organizado, y en la aplicación del nuevo modelo procesal penal acusatorio, los jueces y fiscales muchas veces han abusado de sus prerrogativas. Así, califican a casi todas las investigaciones medianamente complejas a su cargo, especialmente a aquellas vinculadas a la política, como “organización criminal”. Es un exceso, pero es lo más fácil. Consideran a los investigados como enemigos del sistema y no como ciudadanos con derechos; inclusive solicitan la “disolución” de partidos políticos.
En esa lógica, aparece la sombra de Günther: como la regla de base es el ataque preventivo, se debe aplicar el plazo máximo de prisión preventiva y si esta es corregida por la jurisdicción constitucional, no tiene ninguna trascendencia para su trabajo futuro ni para enmendar los excesos. Esta lógica también los induce a solicitar y aplicar penas que no sean proporcionales a la conducta penal sancionada; tampoco utilizan el criterio de razonabilidad para la toma de decisiones que, desde la más intrascendente resolución judicial o providencia fiscal, suelen ser arbitrarias y alejadas del principio de igualdad de armas. En suma, una actuación que no necesariamente respeta el derecho fundamental a la presunción de inocencia y el principio de contradicción.
El “derecho penal del enemigo” ha sido calificado por el maestro Eugenio Raúl Zaffaroni como la expresión autoritaria de cierto procesalismo penal, proclive a la mano dura y al desconocimiento de los derechos. Lo lamentable de esta realidad es que la jurisdicción constitucional está perdiendo autoridad. Las sentencias del Tribunal Constitucional, per se vinculantes, no se aplican en lo sustantivo, dejando al ciudadano en un estado de vulneración permanente de sus derechos fundamentales. Estamos, pues, aún lejos del “derecho penal tuitivo”, que sanciona con dureza a los criminales, pero optimiza las esferas de la libertad y respeta la primacía de la Constitución y la vigencia efectiva de los derechos fundamentales.